El viaje
Salir deprisa de la pensión, sin decir adiós. Bajar las escaleras a trompicones, frotando con manos sañudas los brazos endebles, lacerados. Achicar los ojos al llegar al portal y exponerlos a la luz del día. Recorrer la calle de bajada, atropellando con marcha de autómata a los otros, que llenan las aceras y observan con mirada medrosa, arrugando la nariz. Alcanzar el final del suburbio, allí dónde se anudan las vías que rodean la cuidad. Cruzar a pie la autopista asomando sin más el cuerpo esquelético, dejarse sortear por los coches, oír a lo lejos las bocinas desafinadas, ignorar los insultos de los conductores que increpan airados. Bajar el terraplén del lateral de la carretera con el cuerpo sesgado y los pies vacilantes; dar varias veces con los huesos en el suelo y levantarse torpemente sin sacudir la tierra que se ha quedado pegada al chándal color rata. Entrar en la barriada de chabolas por una de sus callejas angostas apretando el paso, hundiendo las zapatillas en los charcos, sin mirar a los lados, sin contestar al mocoso que saluda, con la vista clavada en el final de la calle. Ver al tipo que espera en la esquina del fondo, meter la mano en el bolsillo y rebuscar. Llegar hasta él y sin decir una palabra, intercambiar algo y escapar en dirección opuesta; tropezar, caer, mascullar una blasfemia, incorporarse otra vez. Caminar hasta el grupo de figuras fantasmales que pululan entre los escombros alrededor de las barracas, anudar la goma en el brazo con un gesto mecánico, cobijarse tras el contenedor, buscar una vena y huir... hasta que el polvo blanco haga su propio trayecto, y luego, vuelta a empezar.