La tienda de Macario era también taller y tenia dos cuartas y media por dos cuartas y media con una puerta para entrar justo y un escaparate de seis pulgadas donde cabía un telefunken, un turmix y el resto hacia cola. Siendo tan pequeña era sin embargo, el emporio de la tecnologia en el barrio, el único. La recuerdo ya de ñarro meón, al pie de mi casa, en la cuesta de la catedral.
Y a la tienda de Macario habia que ir siempre que hacia falta un enchufe, un cable, unos apliques, una lámpara, arreglar un aparato de radio o aquellos primeros televisores que cascaban válvulas dejando huérfana la salita. Pero a la tienda de Macario se podia, y se debia, ir sin cargo comercial porque te daba asilo su sempiterno buen ánimo; allí se charlaba, se tertuliaba de afanes técnicos o se requebraba en cachondo a cualquier gachí o pollita que cruzaba a tiro de piropo.
Era esa tienda fué la puerta del barrio, portalón de atajo. Ahí planté yo un trozo de mi memoria chica para que no se muera todo lo vivido y para que no le echen tierra encima adornándolo con una de esas bacinillas de bronce a las que aupan esqueléticos magnolios pidiendo auxilio. Lugar que tengo yo enhebrado a pata y en bici unos miles de veces, cuatro o seis al dia, camino del colegio, a hincar rodilla en San Isidoro, al cine, a las pillerias de guaje....cruzada en inviernos con planchón de hielo junto al caño y en mayos de moños púrpura en las fisuras de la muralla o en los tiempos de vecejos que pasan limando esos farallones de morrillo que se pueblan de mosquitos con la calor. Portal que delataba pasado de canongias y nobleza arruinada con olor a berza hervida y a mandarina podrida era su taller, daba a una calle ciega de poca tienda y mucho afán con escaleras de madera que gime, techo bajo y mucho retranqueo, nublada siempre por los vahos de la helada o el vapor de las estufas....
Macario sabía electrónica por un tubo y no habia aparato raro o polaco que se le resistiera. Me maravillaba su dedicación espartana al trabajo y la fe ilusionada que entregaba a su afición técnica que con el paso de los años conseguiria hacer mia. Era también apasionado del fútbol, como un instructor organizaba las escuadras del barrio (todo el deporte que entonces cabia en el patio escolar alcanzaba como mucho al tacón de pelis y a los platis de refrescos convertidos en Bahamontes, Coppi y Langarica). Es más, él mismo jugaba a veces al fútbol, cosa que no seria noticia si Macario no fuera paralítico de ambas piernas. Jugaba con aquellas muletas de madera que nacian del sobaco y se movia con una agilidad envidiable haciendo balancín. Eran partidillas en las eras, al pie de fincorro de los maristas. Pero al margen de su talla humana, me fascinaba un consustancial detalle suyo: un mono azul mahón fue siempre su ropa, su único traje, su estampa invariable bajo un corte de pelo envidiable y una pulcritud en los modos, siempre afable, bromeando y echándole dos cojones risueños a la vida, honrado en su faena y entrañado por todos en el barrio. Ese mono azul. Desde él nos estaba diciendo lo pijos y pavos que éramos pensando solo en comprarnos ropa nueva. No aprendimos.