En un precario barrio alejado del centro, un auto negro con vidrios polarizados dobla en una esquina, estaciona a mitad de cuadra pero el motor no deja de funcionar. Del lado del acompañante se baja un hombre alto, de facciones serias, vestido con un traje negro y camisa blanca, lleva un paraguas en la mano. Observa todo el ambiente y rodea el auto hasta la puerta de atrás, cuando llega abre el paraguas.
La puerta del auto se abre y baja una persona joven, de unos 25 años, de estatura pequeña pero de gran contextura física. Pelo largo hasta los hombros, un poco ondulado y algo despeinado, algunos cabellos le caen sobre su cara limpia y cuidada como el resto de su cuerpo. Su vestimenta no encaja con el lugar, en realidad, él no encaja en ese lugar. Lleva una camisa blanca pegada al cuerpo, las enormes solapas con volados sobresalen del saco, al igual que sus extravagantes mangas.
—Deja el auto en marcha.
Frente a ellos hay un edificio antiguo, de unos 5 pisos de alto, con la fachada gastada y descuidada. El vampiro y su guardaespaldas comienzan a caminar hacia su entrada a través de la lluvia.
Habitación 205, ya no recuerda cuando fue la ultima ves que alguien haya limpiado algo más que un vaso; a pesar de sus telarañas y polvo es medianamente habitable, siempre y cuando no se fijen en su estado, y a las dos personas presentes parece no importarles.
Uno de ellos es alto, de un metro noventa, de piel morena, con el cabello un tanto despeinado pero teñido de verde, delgado y de apariencia frágil, lleva una musculosa ajustada con una campera de cuero encima, pantalones de jean bastante pulcros y zapatillas deportivas de color llamativo.
Se encuentra parado a un costado de la ventana, mirando con atención el auto negro que estaciona debajo.
—Acaban de llegar.
Detrás de él hay una mesa con sillas alrededor formando un semicírculo, un reloj sin funcionar colgado en una pared marcaba las 3 y 25, nunca nadie supo si eran de la tarde o noche.
—Ya lo sé, son puntuales como relojes suizos.
Se encuentra sentado en una silla, es un poco más bajo que el otro, de cabello rubio más cuidado, en la cara tiene varios piercing, vestido de manera bastante similar a su compañero, la única diferencia notoria son sus zapatos, lleva unos gruesos borceguíes negros.
—¿Confías en ellos?
—No, pero a diferencia de nosotros, ellos cumplen con su palabra.
El conserje ve llegar al enorme guardaespaldas, delante de él se encuentra su jefe, mucho más pequeño. Los dos están desubicados allí y no tardan en llamarle la atención al conserje que los mira con cara de sorpresa a través de sus anteojos un poco sucios, como todo el hotel. Se los saca para limpiarlos mientras trata de salir del asombro y del sueño, cuando se los vuelve a colocar, solamente alcanza a ver las piernas subir por las escaleras.
El pasillo esta sucio, tan sucio como todo el hotel. Las maderas del piso crujen con cada paso que dan, están caminando despacio, observando las puertas, buscando una en particular. Las paredes están despintadas y descascaradas, el verde oscuro se confunde con el moho de la humedad, un par de luces fluorescentes lo iluminan y su único adorno es una mesa vieja al final.
El pequeño camina con cara de asco, cuidándose de no tocar nada. Se detienen frente a una puerta, saca un pañuelo del bolsillo y limpia el polvo a una parte de la puerta, arroja el pañuelo al piso y golpea en la parte que limpió.
Los golpes de la puerta resonaron en toda la habitación, el que miraba por la ventana se da vuelta y enfila hacia la puerta cuando el otro lo agarra con fuerza de la muñeca, deteniéndolo. Ambos se miran a los ojos, uno con cara sorprendida y el otro con un rostro seguro de sí mismo. Lo suelta y deja seguir su camino hacia la puerta.
—Están tardando demasiado —Comenta el guardaespaldas.
El pequeño ignora el comentario.
La puerta se abrió lentamente, emitiendo un lúgubre chillido.
—Pasen.