1,618
Langdon se dio la vuelta para contemplar la cara expectante de sus
alumnos.
—¿Alguien puede decirme qué es este número?
Uno alto, estudiante de último curso de matemáticas, que se sentaba al
fondo levantó la mano.
—Es el número Phi —dijo, pronunciando las consonantes como una efe.
—Muy bien, Stettner. Aquí os presento a Phi.
—Que no debe confundirse con pi —añadió Stettner con una sonrisa de
suficiencia.
—El Phi —prosiguió Langdon—, uno coma seiscientos dieciocho, es un
número muy importante para el arte. ¿Alguien sabría decirme por qué?
Stettner seguía en su papel de gracioso.
—¿Porque es muy bonito?
Todos se rieron.
—En realidad, Stettner, vuelve a tener razón. El Phi suele considerarse
como el número más bello del universo.
Las carcajadas cesaron al momento, y Stettner se incorporó, orgulloso.
Mientras cargaba el proyector con las diapositivas, explicó que el
número Phi se derivaba de la Secuencia de Fibonacci, una progresión
famosa no sólo porque la suma de los números precedentes equivalía al
siguiente, sino porque los cocientes de los números precedentes poseían la
sorprendente propiedad de tender a 1,618, es decir, al número Phi.
A pesar de los orígenes aparentemente místicos de Phi, prosiguió
Langdon, el aspecto verdaderamente pasmoso de ese número era su papel
básico en tanto que molde constructivo de la naturaleza. Las plantas, los
animales e incluso los seres humanos poseían características dimensionales
que se ajustaban con misteriosa exactitud a la razón de Phi a 1.
—La ubicuidad de Phi en la naturaleza —añadió Langdon apagando las
luces— trasciende sin duda la casualidad, por lo que los antiguos creían que
ese número había sido predeterminado por el Creador del Universo. Los
primeros científicos bautizaron el uno coma seiscientos dieciocho como «La Divina Proporción».
—Un momento —dijo una alumna de la primera fila—. Yo estoy
terminando biología y nunca he visto esa Divina Proporción en la naturaleza.
—¿Ah no? —respondió Langdon con una sonrisa burlona—. ¿Has
estudiado alguna vez la relación entre machos y hembras en un panal de
abejas?
—Sí, claro. Las hembras siempre son más.
—Exacto. ¿Y sabías que si divides el número de hembras por el de los
machos de cualquier panal del mundo, siempre obtendrás el mismo
número?
—¿Sí?
—Sí. El Phi.
La alumna ahogó una exclamación de asombro.
—No es posible.
—Sí es posible —contraatacó Langdon mientras proyectaba la
diapositiva de un molusco espiral—. ¿Reconoces esto?
—Es un nautilo —dijo la alumna de biología—. Un molusco cefalópodo
que se inyecta gas en su caparazón compartimentado para equilibrar su
flotación.
—Correcto. ¿Y sabrías decirme cuál es la razón entre el diámetro de
cada tramo de su espiral con el siguiente?
La joven miró indecisa los arcos concéntricos de aquel caparazón.
Langdon asintió.
—El número Phi. La Diviña Proporción. Uno coma seiscientos dieciocho.
La alumna parecía maravillada.
Langdon proyectó la siguiente diapositiva, el primer plano de un girasol
lleno de semillas.
—Las pipas de girasol crecen en espirales opuestos. ¿Alguien sabría
decirme cuál es la razón entre el diámetro de cada rotación y el siguiente?
—¿Phi? —dijeron todos al unísono.
—Correcto. —Langdon empezó a pasar muy deprisa el resto de
imágenes: pinas piñoneras, distribuciones de hojas en ramas,
segmentaciones de insectos, ejemplos todos que se ajustaban con
sorprendente fidelidad a la Divina Proporción.
—Esto es insólito —exclamó un alumno.
—Sí —dijo otro—. Pero ¿qué tiene que ver esto con el arte?
—¡Aja!—intervino Langdon—. Me alegro de que alguien lo pregunte.
Proyectó otra diapositiva, de un pergamino amarillento en el que
aparecía el famoso desnudo masculino de Leonardo da Vinci —El hombre de
Vitrubio—, llamado así en honor a Marcus Vitrubius, el brillante arquitecto
romano que ensalzó la Divina Proporción en su obra De Arquitectura.
—Nadie entendía mejor que Leonardo la estructura divina del cuerpo
humano. Había llegado a exhumar cadáveres para medir las proporciones
exactas de sus estructuras óseas. Fue el primero en demostrar que el cuerpo
humano está formado literalmente de bloques constructivos cuya razón es
siempre igual a Phi.
Los alumnos le dedicaron una mirada escéptica.
—¿No me creéis? —les retó Langdon—. Pues la próxima vez que os
duchéis, llevaros un metro al baño.
A un par de integrantes del equipo de fútbol se les escapó una risa
nerviosa.
—No sólo vosotros, cachas inseguros —cortó Langdon—, sino todos.
Chicos y chicas. Intentadlo. Medid la distancia entre el suelo y la parte más
alta de la cabeza. Y divididla luego entre la distancia que hay entre el
ombligo y el suelo. ¿No adivináis qué número os va a dar?
—¡No será el Phi! —exclamó uno de los deportistas, incrédulo.
—Pues sí, el Phi. Uno coma seiscientos dieciocho. ¿Queréis otro
ejemplo? Medios la distancia entre el hombro y las puntas de los dedos y
divididla por la distancia entre el codo y la punta de los dedos. Otra vez Phi.
¿Otro más? La distancia entre la cadera y el suelo dividida por la distancia
entre la rodilla y el suelo. Otra vez Phi. Las articulaciones de manos y de
pies. Las divisiones vertebrales. Phi, Phi, Phi. Amigos y amigas, todos
vosotros sois tributos andantes a la Divina Proporción.
Aunque las luces estaban apagadas, Langdon notaba que todos estaban
atónitos. Y él notaba un cosquilleo en su interior. Por eso se dedicaba a la
docencia.